lunes, 24 de octubre de 2011

El Baterista



Eran las dos de la mañana, un fino sereno caía sobre la calle. Nosotros éramos dos dibujos tenues, fantasmas blancos e íbamos sobre el asfalto, despidiéndonos. Habíamos fumado y tomado toda la noche. Caminamos hasta la esquina. Él, un gigante de dos metros, extendió la mano y me dijo adiós. Días después dejé todo atrás, sin rumbo, sin destino claro. Me marche, según yo, a convertirme en escritor.

Mi amigo tenía planeado hacer algo parecido. En unos meses se iría a Cuba a estudiar percusión con un gran maestro. Su sueño era ser baterista de una banda de jazz y viajar por el mundo, tocando.

Fue el artista más apasionado que he conocido. Pasaba las 24 horas del día ensayando y estudiando, entregado por completo a la música. Creo que cuando nos veíamos era uno de los pocos momentos en que dejaba el jazz y se ponía a conversar sobre literatura, aunque siempre terminaba hablando de la vida de los grandes músicos, los bohemios que admiraba.

Hace dos meses regresé. Soy veinte años más viejo, estoy dieciocho kilos más gordo, cargo con un divorcio  y dos hijos hippies (vagando por ahí, igual que lo hice yo). Tengo algunos libros publicados que luchan por sobrevivir en la industria editorial, y ando lleno de melancolía. Por eso fui a visitar nuestro de barrio, donde crecimos, para recordar el lugar que extrañé por tanto tiempo.

El barrio aunque cambiado, seguía siendo el mismo. Cuando llegué a la esquina, donde dejé a mi amigo, no pude dejar de pensar en él.

Un poco nervioso fui a su casa. Toqué el timbre. A la tercera,  se abrió la puerta y salió una viejita de pelo blanco, vestida como una flor de Santa Lucía. Tenía los ojos casi secos, sabía que no me reconocería jamás. No quise explicarle quién era, únicamente le pregunté:

     –¿Está Felipe?
     –Está estudiando música en Cuba.

Probablemente la memoria de la señora estaba fallando. Cuando regresé a casa, tomé mi agenda telefónica y comencé a llamar a algunos viejos amigos.  Nadie sabía nada de él, pero alguien me habló de Diana, su novia de años. Ya era tarde,  pensé esperar al día siguiente para llamarla. No obstante la llamé a la una de la mañana. Al otro lado, una voz gruesa respondió. Después de presentarme, de hacer una breve plática y de que me contara que se había hecho actriz de teatro, dijo:

     –A veces hablaba de vos.
     –¿Qué decía?
     –Que eras el que lo iba a lograr.
     –¿Lograr qué?
     –Ya sabés, convertirse en artista, viajar por el mundo —no supe responder.
     –¿Se fue para Cuba, logró convertirse en músico de jazz?
     –Sí, se fue para allá, ese era su sueño. Mirá te lo voy a decir de una vez –hizo una pausa y continuó– en Cuba se contagió de Sida. Vino a morir al país hace diez años, murió en un albergue para desahuciados, lo acompañé hasta el final. La mamá no sabe nada. Felipe no quiso que se enterara. La señora se volvió loca preguntando qué había pasado con su hijo. Para ella, Felipe continúa en Cuba, sigue teniendo veinte años.

Sus palabras fueron filosas tijeras que cortaron mi garganta. Se hizo un frío tenebroso entre nosotros. Terminé la conversación.

El Baterista era para mí símbolo de pasión y perseverancia. Su recuerdo me había motivado durante años a dedicarme a lo que amaba. Durante  noches de trabajo y soledad fue la imagen de El Baterista, tocando en un cuarteto de jazz, la que me acompañó. Lo imaginaba en Nueva Orleans, en Nueva York, en París. En tantas ciudades, reviviendo las aventuras de sus admirados músicos.

A las tres, tomé de nuevo el teléfono.

     –Sabía que ibas a volver a llamar –dijo ella, guardé silencio.
     –Murió junto a su batería, tocando en soledad.

Esa mañana amanecí sin haber dormido ni un minuto. Antes de las seis salí en mi carro, con dirección a un bosque de eucaliptos. Mientras manejaba, una visión vino a mi mente. Estaba sobre un escenario, tocaba frente a un auditorio que parecía estar vacío. Desde una de las butacas, entre las sombras, me miraba El Baterista.

Me interné en el bosque, busqué un claro y me recosté. Respiré el olor de los eucaliptos, escuché los pájaros y el ruido de los árboles. Sentí el sol calentar mi piel. Descansé un poco, necesitaba recobrarme, tenía que volver a escribir. Aunque los libros terminen en máquinas recicladoras de papel.

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